Elegir la cuerda con orgullo…

Elegir la cuerda con orgullo…

Si los cerdos pudieran votar, elegirían siempre al hombre con el balde de comida. Ese es el resumen más brutal —y más honesto— de cómo operan nuestras democracias modernas. No importa cuántos hayan sido degollados la semana pasada, ni cuántos serán mañana. Mientras el balde llegue a tiempo, el verdugo será reelegido.

Esto no es una metáfora exagerada. Es la cruda realidad de una ciudadanía domesticada por décadas de clientelismo, manipulación emocional y pan con circo. Porque el poder —ese poder real, el que aplasta y transforma sociedades— no se gana con justicia ni con mérito. Se gana alimentando la ilusión de que el hambre será saciada, que el miedo será apaciguado, que la venganza será servida caliente. La democracia se convirtió en una carnicería disfrazada de banquete.

Las masas no votan con la cabeza. Votan con el estómago, con las entrañas, con heridas abiertas y esperanzas raídas. Y ese voto visceral es fácil de capturar. Solo se necesita un enemigo —real o inventado—, una promesa repetida hasta la náusea, y un espectáculo donde los culpables siempre sean los otros. En ese teatro de la desesperanza, cualquier tirano puede parecer un salvador.

¿Y la libertad? Esa, se derrite lentamente, como mantequilla en una sartén caliente. Se cambia por subsidios, por discursos, por la falsa dignidad de sentir que se está “eligiendo”, cuando en realidad se está firmando otro pacto de sumisión. El ciudadano se vuelve indómito sin darse cuenta: dócil, agradecido, temeroso de perder el balde. Porque el pan sobre la mesa vale más que cualquier utopía abstracta. ¿Para qué sirve la libertad si no hay qué comer hoy?

Y mientras tanto, los bandos juegan su ajedrez de hipocresía. La izquierda, con su retórica de justicia, se aferra a su botín como un náufrago a un salvavidas. Promete igualdad mientras reparte privilegios. Justifica lo injustificable en nombre del pueblo, que ni siquiera escucha ya. Y la derecha, como un buitre paciente, sobrevuela el paisaje del hartazgo esperando su turno para devorar lo que queda. No regresan para rescatar nada, solo para volver a servirse con más hambre que antes.

Lo más trágico es que el sistema no necesita jaulas. Solo baldes. Y mientras los traigan, nadie preguntará por la sangre en el piso.

GOTITAS DE AGUA:

Si esta verdad te incomoda, es porque quizá ya te acostumbraste a vivir en el chiquero. Porque hay una comodidad perversa en la costumbre, en aceptar el estiércol como suelo firme y el balde como única fuente de esperanza. Tal vez aprendiste a confundir sobrevivir con vivir, obedecer con ser ciudadano, y aplaudir con pensar. Te enseñaron que cuestionar es traicionar, que exigir es ingratitud, que el verdugo es un benefactor y el amo, un padre. Y tú lo creíste. Porque es más fácil agachar la cabeza y recibir las sobras que mirar al verdugo a los ojos y preguntarle de dónde viene tanta sangre.

Pero no hay peor esclavitud que aquella que se elige con gratitud. No hay prisión más profunda que aquella que se defiende con orgullo. Y mientras el balde siga llegando, seguirás convencido de que tienes el control, cuando en realidad solo estás caminando hacia el matadero, con la frente alta y el voto en la mano. “Si cierran la puerta, apaguen la luz”. “Nos vemos mañana”…

Mi columna disponible en los siguientes portales:

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Yo Digo Yo Pregunto: https://yodigoyopregunto.com/2025/03/25/sobre-el-camino-37/

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Revista POLITEIA: https://revistapoliteia.com

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OV El Analista: https://ovelanalista.com/columna-sobre-el-camino/