Corría el año 2012, la expectativa de muchos sobre la figura de Enrique Peña Nieto, entonces gobernador del Estado de México para recuperar la presidencia de la República era enorme. Su principal adversario político, el Senador Manlio Fabio Beltrones, había gozado de un poder político excepcional durante el sexenio panista de Felipe Calderón, con tan sólo 33 senadores priístas. Sin embargo, el carisma y el presupuesto de Peña Nieto se impuso sobre el legendario y experimentado político.
Peña Nieto tenía todo para ser un buen Presidente, era un rockstar en campaña. El slogan de “te lo firmo y te lo cumplo” llegaba como serenata a los oídos de los votantes, quienes miraban atónitos a un calderonismo ciego, sordo y mudo ante las exigencias de un pueblo que pedía a gritos la paz.
Eran tumultuosos los mítines de campaña de Peña como candidato. Siempre perfectamente alineado con sus pantalones y cinturón negros, sus camisas de rayas rojas, blancas o verdes. Las corbatas también siempre rayadas, trajes de lujo hechos a su medida. Con el peinado, el corte de cabello, y el cutis relumbrante, Peña representaba la nueva clase política de jóvenes priístas que estaban dispuestos a recuperar el poder, tras la mala toma de decisiones de los anteriores gobiernos panistas.
Enrique Peña ganó la presidencia con 19.2 millones de votos, dejando atrás a Andrés Manuel López Obrador con 15.8 millones y a Josefina Vázquez Mota con 12.7 millones.
Durante los primeros dos años, su presidencia estuvo marcada por la negociación política, por el consenso. Teníamos años que no veíamos una foto del presidente con los integrantes de la izquierda, en especial con los miembros del PRD. Peña logró regresarlos a la mesa de negociación.
Parecía un sueño el “Pacto por México”, era increíble ver cómo el Congreso apoyaba la aprobación de las famosas “reformas estructurales”, que nos vendieron y nos hicieron creer que eran claves para el crecimiento y desarrollo de nuestro país.
La reforma fiscal impulsada en 2013 marcó el comienzo de una ruptura con la clase empresarial, que se sintió ignorada y afectada de raíz en sus demandas. El objetivo del entonces Secretario de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray, señalaba que era depender menos de los ingresos del petróleo y lograr el aumento de la recaudación de impuestos. De ahí que todos debiéramos apretarnos el cinturón.
La Casa Blanca, Ayotzinapa, la despedida de Carmen Aristegui, los escándalos de corrupción, la inseguridad, el bajo crecimiento y la frustración de todos ante los pocos avances de las reformas marcaron la pauta de este sexenio.
Adicional a la pésima estrategia diseñada desde la Presidencia de la República en materia de comunicación, donde el control del mensaje político fue brutal sobre todo el gobierno federal. No recuerdo haber escuchado un buen discurso pronunciado por el presidente en estos seis años.
Enrique Peña decidió pelearse con los maestros y encarcelar a su líder. Decidió reformar el sector energético y abrirlo a los intereses de los extranjeros por encima de los nacionales, mientras Pemex casi alcanzaba la quiebra. Decidió no mencionar la palabra “inseguridad” ni “narcotráfico” en sus discursos, mientras que en las calles aparecían cientos de fosas clandestinas y cuerpos desmembrados por doquier. Decidió no darle juego a sus correligionarios de partido. Decidió no escuchar a su pueblo y cumplir con un proyecto de gobierno que era inamovible. Decidió endeudarnos.
Qué ironía, hoy Peña Nieto se va del poder, y varias de sus decisiones regresan a como estaban antes de iniciar su sexenio. Debe ser frustrante para él ver cómo van para atrás algunas de sus reformas, ver de regreso a la Maestra, a Aristegui, pero sobre todo, ver varias de sus propuestas hechas añicos, como el aeropuerto.
Gobernar un país como México no debe ser nada fácil, y le creo que su objetivo no fue joder a México, aunque el repudio social y la baja aprobación de su mandato, pareciera decir lo contrario.
El sexenio de Peña quizá nos deja una lección: hay que saber escuchar al pueblo, de no hacerlo, los presidentes estarán condenados a gobernar dentro de su propio mundo, su propia realidad y dentro de una especie de cápsula que les crece alrededor de la silla presidencial y que los aísla del mundo real. La arrogancia y la cerrazón son dos ingredientes que no funcionan para ese encargo.
Para desgracia de nuestro país, Enrique Peña Nieto no fue el buen presidente que prometió ser. Este sábado comienza a escribirse una nueva historia, la historia de Andrés Manuel López Obrador, el eterno opositor del sistema. Ojalá, por el bien de México, le vaya bien, nos vaya bien.