Revolución intima…
Por Benjamín Bojórquez Olea 13 Mayo 2020
SOBRE EL CAMINO
Las pandemias tienen varios impactos en función del tiempo que duran. Los meses que lleva activo el Covid-19 son de escasa relevancia puestos en contexto de la historia humana, de un país, de una sociedad y hasta de una generación no menos contemporánea. Pero no lo es ni lo será para la vida personal de cada uno de nosotros. Sanitaristas, científicos, ambientalistas, psicólogos, historiadores, sociólogos y politólogos coinciden en que el Coronavirus ya está produciendo profundos cambios que se pueden resumir en esa frase común que dice “nada será lo mismo que antes”. Se refiere a mañana. La obligada cuarentena puso en evidencia algo angustiante pero obvio no tiene sentido la vida humana con ciudades desoladas, fantasmagóricas, apocalípticas y menos aun con personas sin libertad, en soledad, aisladas. Con miedo a morir. Sin aire. Ahogadas. Se sabe que el principio es básico de una vacuna es introducir una dosis disminuida de una enfermedad para que el organismo desarrolle los anticuerpos que permitan poder enfrentarla. Por fuera del problema sanitario, político y económico, el Coronavirus bien puede transformarse en una primera vacuna capaz de corregir los efectos deshumanizantes (no deseados para algunos) de la posmodernidad del siglo XXI. Medido en víctimas el Covid-19 es una mínima proporción en comparación con los efectos mortales de otras enfermedades aun hoy vigentes sin que haya tanta conmoción social. Es una dosis pequeña pero, sin embargo, cala culturalmente sobre la consciencia humana acerca de la real situación del planeta, nuestra única casa en el universo, y los diversos sistemas que ponen al límite la vida misma. La evidencia ha hecho a un lado toneladas de escritos y miles de conferencias sobre los efectos de la contaminación ambiental. Bastaron unos meses de dejar al planeta que respirara por si solo para darnos cuenta de todo el mal que le estamos haciendo y encima en nombre de un progreso que no llega a todos. El carácter igualador de la pandemia al llegar a todos los sectores sociales deja a la intemperie una vergonzosa desigualdad estructural social y económica del mundo y en especial de nuestro país. Probablemente muchos mexicanos se hayan indignado al ver por primera vez a gentes pobres amontonándose frente a un almacén o a jubilados pasando horas para cobrar su pensión. Eso pasó siempre. Es el México de millones de personas ocultadas como los muertos en China. Los distintos niveles de cuarentena que abarca a más de 7 mil millones de seres humanos impuso un violento freno, una pausa obligada, a la inercia de una vida cotidiana híper acelerada en una suerte de carrera de todos contra todos pero sin final. Un abrupto párate a la costumbre irracional y compulsiva del consumismo, al estrés urbano que produce una amnesia colectiva que hace olvidar la importancia de disfrutar y gozar de la vida. Paradojas si las hay. De repente estar presos de la cuarentena se ha transformado en una invitación obligada e inesperada para recuperar esa parte de libertad individual robada por una multiplicidad de sistemas evasivos del día a día. Este virus que pone en jaque por igual al mundo entero neutralizó, por ahora, adicciones sociales de estos tiempos que suelen bloquearnos como personas y hacen perder soberanía sobre uno mismo: el trabajo compulsivo, las relaciones personales casi siempre especulativas, superfluas y vacías; las ambiciones por el dinero rápido; la conflictividad como estímulo. La lista puede continuar porque en esta vida digitalizada y despersonalizada donde parece que todo está a nuestro alcance aunque sea inasible, la dura realidad nos hace esclavos de horarios, apariencias, deseos inalcanzables, dependencias de lo que digan los demás, apariencias por sobre el ser. Es ahí en donde sobrevivir a todo esto se traduce lamentablemente en oleadas de majestuosas ansiedades que funcionan como los virus, están allí invisibles, pero dañan y llevan a depresiones. Vale entonces que la cuarentena haya, al menos, puesto en pausa a una desbordada cotidianeidad abriendo la posibilidad a todos de equilibrar los ritmos biológicos y psíquicos. Y es tanto para el rico como para el cuentapropistas y el desocupado. Quizás no sea muy visible y ese proceso esté tapado por la vorágine de noticias a escala mundial que alimenta más miedo e inseguridad. Pero es el germen silencioso de una posible “revolución íntima”.
GOTA Y CHISPA:
El aislamiento nos devuelve como contrapartida ese tiempo robado a nuestras vida por el afuera, y esa devolución tiene ciertamente intensidad y placer. No es una soledad evasiva sino un estado que nos invita a dejar la formalidad social por el reencuentro con uno y también con la familia, los amigos, con las mejores emociones extremas aunque sean conflictivas. Podremos sentirnos incómodos pero nos pone frente al espejo de nuestra propia vida y lo frágiles que somos, de paso nos recuerda que hay finitud. Y para todos. Es el miedo a la muerte real lo que paralizó al planeta, y la solidaridad se muestra como una forma de atravesar conjuntamente esa angustia personal que pesa y mucho. La contracara de ese dilema es plantearnos si estamos contentos con lo que somos y con lo que nos dejan ser. Y como la pandemia es algo inédito, también lo es nuestra experiencia y seguramente nuestras conclusiones. Por eso la liberación de la cuarentena no será fácil para aquellos que pudieron reencontrarse consigo mismo. No se trata de cambiarlo todo sino de ser distintos, vivir mejor respetando nuestros tiempos y espacios, el de los otros, los animales y el planeta. Seguramente, cuando todo termine parecerá que fue un sueño que duró demasiado y saldremos obligados a la vida de antes con la misma foto que dejamos. Inevitablemente las relaciones interpersonales ya no serán las mismas. Pero todo habrá valido la pena si, al menos, logramos cambiar algo en nosotros. “Nos vemos Mañana”…