Opinion

Vivir de las ideologías…

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Por Benjamín Bojórquez Olea 07 Noviembre 2023

Sobre el camino

Que el mundo ya no es lo que era es una constatación, lo malo es que resulta bastante antigua y, a base de serlo, no sirve demasiado para explicar casi nada. No se puede negar, sin embargo, que desde la segunda mitad del siglo XX hay tantas o más razones que en cualquier otro momento para alegar esa disolución de lo habitual, para tener sensación de que no se sabe bien qué puede acabar pasando y, en consecuencia, no resulta fácil adivinar lo que se puede hacer. En lugares como España, poco dados a la revolución, se diga lo que se diga, esa incertidumbre se está traduciendo, evidentemente, en un alto nivel de desafecto hacia la política, en especial, y, de momento, hacia los grandes partidos. 

Se trata de una crisis que, con sus caracteres específicos en distintos países, afecta a medio mundo, porque nace de la dificultad de casar los intereses y deseos de los ciudadanos y la acción política, lo que, a su vez, resulta del deterioro del marco previo en el que las reglas de compromiso de los políticos resultaban relativamente funcionales con las distintas demandas de los electores. Ahora eso se ha hecho más difícil. Las razones son muy diversas, pero querría señalar dos que no se tienen habitualmente presentes, sobre todo, porque, de una manera demasiado fácil se carga la mano en las responsabilidades de los políticos como si simplemente fueran ineptos y/o corruptos, lo que no quiere decir que no lo sean en bastantes ocasiones. 

En Europa, el pacto de socialdemócratas y democristianos hizo de la UE un espacio, para entendernos, socialmente avanzado, y ese modelo se está resquebrajando por dos vectores distintos que apuntan en la misma dirección, la pérdida del tren de la competitividad tecnológica, y por tanto de los beneficios empresariales, y el fin del protectorado militar americano, que, conjuntamente, han hecho muy difícil de sostener el tipo de Estado de bienestar que, además, ha servido para atraer a centenares de miles de emigrantes que han hecho crecer las cargas sociales sin aportar beneficios suficientes en una balanza global. 

Al tiempo que esa quiebra del sistema social se ha producido, la cultura popular ha ido evolucionando en un sentido bastante contrario al de la ética exigente que hizo posible un sostenido progreso económico a lo largo de más de cien años, en parte como consecuencia de la generalización de una mentalidad mágica, pero inspirada en los milagros del progreso tecnológico, que considera que todo es posible y que cualquier carencia o recorte es fruto de una perversidad. 

En casi todo Occidente se ha instalado una especie de ley del deseo, en contraste radical con cualquier imperativo moral o de solidaridad real, porque la solidaridad se proclama, pero se espera siempre del Estado, del esfuerzo de otros y del maná supuestamente inagotable del déficit público y de una deuda que acabará por explotar, aunque todavía no sepamos ni cómo ni cuándo. 

En ese clima, los partidos han pretendido seguir viviendo de su ideología, pero, en el fondo, se han convertido en proveedores de soluciones verbales, de derechos, de deseos, de ventajas, y, muchas veces, de promesas realmente absurdas. En esa dinámica han tendido a olvidar uno de sus deberes mayores, su capacidad de analizar los problemas reales y de proponer soluciones viables y distintas a las de sus rivales. 

Sus programas han tendido a converger de manera descarada en lo esencial, y a diferenciarse mediante recursos sentimentales y demagógicos que se ocultan detrás de eslóganes ya muy gastados.  

La descomposición política mexicana responde, por tanto, a causas más de fondo que un supuesto cansancio de los electores con los grandes partidos, y no se pasará hasta que los partidos no afronten de una manera decidida las raíces algo más hondas del malestar ciudadano y de la desafección electoral, si es que lo hacen alguna vez. Pero no parece difícil pronosticar que nada se va a arreglar porque en lugar de tener una derecha y una izquierda poderosas, tengamos una forma de vivir de las ideologías muertas. 

GOTITAS DE AGUA: 

Cuando los políticos consideran que la preocupación por los votos y por mantenerse en el poder les exime de hacer bien su trabajo, de presentar iniciativas sensatas, positivas y practicables, de ser coherentes con los ideales que deben presidir sus propuestas, y de defender por encima de todo su compromiso con la democracia y con la Constitución, la descomposición política se convierte en una resultante inevitable de sus idas y venidas. Y nunca se sabe en qué puede acabar un proceso que expone a la democracia a un deterioro sistemático. Así de claro. “Si cierran la puerta, apaguen la luz”. “Nos vemos Mañana”…     



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