LA PLAZA DE XOXOCOTLA
Por Rubén Medina 13 Julio 2020
Construyamos México
— Es
bonita la plaza de Xoxocotla; limpia —dije sin intención de adular. — Tiene su
historia, igual que la escuela y l‘agua entubada —me informó el viejo Eleuterio
Ríos, mientras acariciaba entre pulgar e índice el indómito bigote; sin esperar
más, la dijo en voz lenta, entre chupada y chupada al cigarro de hoja prendido
entre sus dientes amarillentos. — Era yo delegado municipal del pueblo cuando
llegó la comitiva. El candidato a la cabeza. No crea usté que vinieron aquí por
su gusto, no… Fue que iban para Puente de Ixtla; pero ahí en la curva de El
Tordo tronó una rueda del for y tuvieron que descolgarse pa‘ca pa Xoxocotla, en
busca de una sombrita y de un trago de agua. El candidato era grandote, serio y
muy callado. Alguien me dijo que lo iban a ascender a presidente de la
República. Yo no lo creí… ¡Tantas levas cuentan los lambiscones! El candidato parece que me leyó el
pensamiento, porque sonriéndose tantito, más bien con sus ojos que con su boca,
se me quedó fijamente y luego dijo: ―¿Qué es, señor delegado, lo que más
necesita este pueblo? Yo pensé que había que seguirle el juego y de purita
raspa le dije: ―Pos ya ve su mercé qué plaza tan triste es ésta de Xoxocotla,
un solar grandote y tierroso y en medio, como todo adorno, ese güizachito
íngrimo y solo que no sirve ni p‘hacerle sombra a un gallo… Nosotros, los del
pueblo, quisiéramos una plaza con sus banquetas, sus prados y su tiosco rodiado
de faroles…―Lo tendrán, dijo el candidato muy seriote.
A mí por poco me gana la risa, verdá de
Dios, por el modito tan descarado de burlarse de uno. Pero pa seguir con el
arguende, pues le dije yo también muy disimulado y faceto: ―Tampoco hay
escuela, vea su mercé cómo están los probes niños arrejolados en aquella
sombrita que dan las torres de la iglesia. Cómo quere su mercé que aprendan
ansina. ¡luego ni maistra tienen! Doña Andrea Sierra que le entiende a la
lectura, pues a veces les da leición y se las viene a tomar una vez a la
semana… ―Tendrán escuela, volvió a prometer el candidato, con tal serenidad y
firmeza, que me destantió un poquito. Pero cuando me acordé que todos los que
tienen el empeño de candidatos, su oficio es echar puras mentiras, pues me le
quedé mirando, largo, hondo, como es el costumbre de po‘acá, cuando quiere uno
burlarse de alguien. El hombre no entendió o hizo que no entendía mi gesto y
entonces volví a travesiar con él. Mis paisanos gozaban al ver la forma en que
me‘staba yo tantiando al señor político: ―Como usté habrá visto, tenemos harta
agua po‘aquí, pero nos faltan tubos. Usté que viene tratando de hacer la
felicidá del pueblo, nomás arregule cómo se vería una pila echando agua
cristalina en medio de la plaza rodiada de siemprevivas, ‗juanitas y violetas… Las
muchachas con sus cántaros redonditos y sudorosos, los muchachos ya lebrones
mirándolas de ganchete, así como Dios manda que el macho mire a la hembra que
le llena el ojo… y los niños en l‘escuela y en l‘escuela una maistra catrina y
guapa, enseñándoles a todos el silabario… Entonces el bruto de mi compadrito
Próculo Delgadillo no pudo aguantar la risa; pero el candidato, siempre tan
formal dijo: ―Tendrán su plaza, su escuela, su fuente y su máistra, luego se
paró para despedirse. Me tendió la mano. Yo apenas si se la rocé, no más pa´no
ser malcriado, pero de manera que él tantiara que no nos había hecho tontos.
Cuando se fueron, nos juntamos los vecinos al derredor del güizachito. Los
jóvenes creiban las promesas y estaban alegres; pero los viejos, que nos han
brotado canas y salido arrugas de tanto y tanto esperar que se cumplan los
ofrecimientos de los políticos, pos nomás nos réibamos de la inesperencia de la
gente tierna.
—
Pasó un año. Yo estaba para entregar la delegación a mi compadrito Remigio
Morales que su Dios haiga. Era medio día, hacía un calor como pocas. Yo y el
policía estábamos echando un pulquito en ca doña Trina Laguna, aquí nomasito…
De repente llegó Tirso Moya, que para entonces era un muchachillo apenas d‘este
pelo; muy espantado me dijo: ―Ándele, Tata Luterio, qui‘hay lo busca el
Presidente. Tonces acabé con el jarrito de pulque y pedí otro… ¡Hacía tanta
calor! bebí espacito, sin cortar la plática… Y ahí nomás que llega Lucrecita la
de mi entenado Gerardo: ―Quihay lo precura el Presidente, Tata Luterio… ―Ande,
cuele —dije—, vaya a ver si ya puso el puerco. Y la muchacha se jue corre y
corre… A poco ratito apareció Odilón Pérez el menso y con su voz de babosote me
avisó: ―Que l‘ostá aguardando el Presidente Tata Luterio… ―Pos dile, contesté,
que si no puede aguantarse tantito, que no tengo su qui hacer… Y el menso de
Odilón se fue muy obediente con el recado. ―Ése ha de venir a cobrar el piso de
la plaza del día lunes, comenté. Todavía oyí una talla muy colorada que me
contó el policía y salí mascando un pedazo de barbacoa. ¡Y que lo voy mirando…!
¿Quién cré usté que era? Pos el candidato.
Ahí estaba, bajo la sombra delgadita
del güizache. Lo rodeaban más de veinte muchachillos, él se reía con ellos y al
más chiquitín lo tenía abrazado. Todas las mujeres, desde las puertas de sus
casas lo miraban con admiración; él no se daba cuenta, así de entretenido
estaba con la chamacada… Había llegado íngrimo y solo, igual que el güisachito;
su ―for lo esperaba allá en la carretera… Nomás por su pura planta adeviné que
ya lo habían ascendido a Presidente de la República… Grandote, serio y confiado
como todos los que son hombres de nacencia, no sé qué aigre le encontré con Emiliano. En nada se parecían, pero el
gesto, el cariño por los niños… Yo no sé. Bueno, ni en el vestido se parecían,
pero a éste le caiba tan bien la tejana, como a aquel su jarano galoneado, con
el que dicen que se aparece a los caminantes que pasan por Chinameca. Yo lleno
de vergüenza me le acerqué. Me dio su mano que entonces se la agarré con las
dos mías, sí, como se estrecha la mano de un amigo, de un hombre del que uno
sabe que es buena gente. La mano era grande, fina, pero más juerte que las dos
mías empalmadas. Sonríe otra vez con ese modito tan suyo; apenas si se le
miraban los dientes debajo de su bigote recortado y tupido… ¡La risa era de
hombre cabal, de puro mexicano! Yo todo avergonzado le dije que disimulara la
espera en el solazo, porque cuando me dijeron que áhistaba el Presidente, pos
yo creiba que era el presidente municipal de Puente d‘Istla que venía por lo
del piso de la plaza del lunes. El hombre no dejó de sonreirse y luego luego,
pos a lo que te truje: ―Siñor delegado —dijo muy respeitoso—, ahoy llegarán a
Xoxocotla los ingenieros a levantar l‘escuela, hacer la plaza y meter l‘agua en
los tubos… Pronto vendrá la máistra o sea la preceitora. Yo me juí de lomos,
pa‘ques más que la verdá. Cuando se jué, todo el pueblo lo siguió. Naiden
hablaba, él iba por delante caminando recio. Nosotros al trote apenas si lo
alcanzábamos. Cuando subió a su ―for se jué saludándonos con la mano.
Al regresar, todos los jóvenes se reían de
nosotros los viejos qui‘habíamos disconfiado. Disd‘entonces he creído más en
los muchachos y ya les hago caso de todo lo que dicen… L‘otro día, uno d‘ellos
me preguntó: ―¿Si viniera otra vez a Xoxocotla un candidato, qué le pediría
usté, tío Luterio? ―Pos si lo queres saber, yo le pediría que áhi, diond‘estuvo
el güizachito íngrimo y solo, le levantara una estatua al Presidente que vino…
Una estatua pa que sirva de admiración
a los niños que salen de l‘escuela y pa que las muchachas de Xoxocotla corten
las flores del jardín y se las avienten a sus pies… ―Es güeno su pensamiento,
tío Luterio; muchos sabemos leer por él y todos los viejos han güelto a creer
en un hombre, como cuando créiban en Emiliano
el de Anenecuilco: Don Eleuterio se
quedó instantes en silencio, luego, volviendo de su abstracción, me miró
fijamente para decir: — Pero a ver, amigo, póngale usté defecto a la plaza de
Xoxocotla. — Sólo le falta el monumento… —dijo como si hubiera hecho un
hallazgo—. Pero encima del, por la estatua d‘ese quien usté sabe… Entonces la
plaza de Xoxocotla sería la más linda de todo Morelos… ¿O qué opina usté,
maistro?.
Pd: Pocos hombres tienen entereza para
honrar la palabra de una promesa; en este caso, el personaje del candidato hace
alusión al general y estadista mexicano Lázaro Cárdenas del Rio, presidente
(1936/1940). Estableció el decreto que quitaba a las empresas extranjeras el
control del petróleo.
Francisco Rojas González, ampliamente recomendable, Libro El
Diosero…